
Hace algún tiempo, en el curso de una investigación todavía inédita sobre la intervención de la Obra Sindical del Hogar en Valencia, llegó a mis manos una fotografía un tanto enigmática: una mujer joven —puede que aún una señorita, quizá ya esposa, acaso todavía sin hijos— posa ante la cámara vestida de domingo. Con el ceño levemente fruncido, hace frente al sol de mediodía de una mañana de invierno. Los zapatos de tacón, el bolso sujeto por una mano sin gracia ni desenvoltura, el abrigo —tal vez prestado— de grandes botones y generosas solapas adornan el gesto de la mujer, aunque no logren velar la expresión de “moral y prudencia” de un rostro labrado quizá a fuerza de penurias por la difícil vida de la postguerra. Podría tratarse, ciertamente, de una de aquellas “imágenes antiguas y siempre nuevas” en las que Carmen Martín Gaite reconociera a “esas mujeres españolas comedidas, hacendosas y discretas” de su generación —objeto, asimismo, de la reconvención que da título a estas notas[1].
La mujer se ha aproximado al borde de un camino sin asfaltar que pareciera recientemente arreglado a juzgar por la textura uniforme que se adivina en primer plano y la ausencia de maleza en el margen. Su sombra, sensiblemente ortogonal a éste, desaparece inadvertidamente al alcanzar los surcos que componen detrás el fondo geométrico y vegetal para la silueta de la mujer. El efecto visual probablemente se deba al talud de tierras que elevara este camino sobre los campos circundantes: uno más de aquellos trazados de nueva creación, superpuestos con franca indiferencia al territorio de la huerta valenciana —germen, no obstante, de los futuros crecimientos urbanos.
A tenor de la nota escrita en el reverso de la fotografía —la caligrafía conserva, por añadidura, ciertos rasgos infantiles—, nos encontramos en Catarroja, Valencia, en el año 1961. Los dos bloques de viviendas que asoman al fondo de la imagen confirman la ubicación real: se trataría de un punto próximo al por entonces límite oeste de la población, a lo largo del eje que conduce, aún hoy, al cementerio municipal. En efecto, allí se habían elevado, apenas unos años antes, cuatro bloques de viviendas sociales promovidos por el Instituto Nacional de la Vivienda al amparo del Decreto de 18 de octubre de 1957 conocido popularmente como Plan Riada. La imagen, de hecho, no es muy distinta de aquellas otras oficiales que sirvieran de propaganda a la empresa constructora de la Obra Sindical del Hogar y el Ayuntamiento de Valencia destinada a realojar a los damnificados de las dramáticas inundaciones del Turia. Pero el retrato de la mujer humaniza las asperezas de las nuevas construcciones y puede que hasta conjure el triste recuerdo; su orgullo y dignidad podrían residir, quién sabe, en uno de aquellos pisos, acaso recién adquirido por su nueva familia: su hogar y su destino.
Y así como la moda incorporaba poco a poco en el vestir las tendencias foráneas anunciadas por las revistas femeninas, así también la planificación de estos y otros bloques de viviendas construidos a su imagen y semejanza abrazaban ya, a finales de los años cincuenta, aquellas modas extranjerizantes que la retórica oficial había desterrado desde la inmediata postguerra[2]. La arquitectura moderna había sido proscrita por la España de la autarquía, pero las urgencias provocadas por la riada contribuirían aquí a superar tales prejuicios por la vía de la más estricta necesidad.
El proyecto de estos escuetos bloques, redactado por el arquitecto alcoyano Vicente Valls Abad, se replicaría en distintas localidades de la huerta valenciana en las proximidades de la capital: Catarroja, Bonrepós, Moncada, Algemesí e incluso Buñol, siguiendo la lógica del modelo y la repetición y, en todo caso, “sin la atención debida a las peculiaridades del contexto local, a los tipos habitacionales propios de los entornos rurales intervenidos o a la naturaleza del valioso territorio de l’horta, cuyas acequias harán las veces de redes de saneamiento cuando, como será habitual, la arquitectura preceda a la urbanización”[3]. Así, en el caso de Catarroja, basta comparar las imágenes aéreas correspondientes a los vuelos Americano (Serie B, 1956-57) e Interministerial (1973-86) para comprobar que los bloques se construyeron en el ámbito estricto de una parcela de suelo rústico —probablemente adquirida a precio de saldo— y que el camino que nuestra mujer habría recorrido hasta alcanzar el punto exacto de la fotografía estuvo otrora flanqueado por dos hileras de árboles de cierto porte, sacrificados tal vez durante las obras de urbanización.
La soledad de la mujer no es exclusiva de la fotografía, sino el fruto de la desolación propia de un espacio público abandonado en el mismo momento de su creación. Es un fenómeno indisociable de la construcción de este tipo de grupos de promoción pública: invariablemente, el espacio entre los edificios, sobre el que hoy en día proyectaríamos una perspectiva de género, carece de contenido; incluso se diría que carece de forma, quedando ésta reducida al reverso del volumen de los propios edificios: caminos de arena y grava y terrenos baldíos, tierras de nadie privadas de infraestructuras, equipamiento o alumbrado público. Estamos tan lejos de la seguridad y la inclusividad que ahora reclamaríamos a los espacios públicos como de la accesibilidad universal que habrían de satisfacer las actuales arquitecturas. ¿Cómo no imaginar a esta u otra mujer, a sus hijos y quizá también a sus mayores, a la intemperie, cruzando a diario la inhóspita distancia que media entre su casa y el núcleo de la población, la tienda, la consulta del médico o la escuela? En este sentido, el escritor Francisco Candel se preguntaba en aquellos años si la construcción de uno o varios bloques de vivienda como estos, tan habitual en la periferia de nuestras poblaciones, podría en sí misma constituir un barrio: “Generalmente, cuando se edifica un uniforme bloque de pisos, aquello no resulta un barrio. Parece como que los barrios necesitan la presencia de calles o plazas, como mínimo calles; apurándolo mucho, con una única calle basta”[4]. Qué duda cabe de que la primera y más básica condición para dotarse de un espacio público más seguro, diverso e inclusivo radica en su misma posibilidad de existencia, algo que estos míseros y solitarios bloques estaban muy lejos de poder satisfacer. Que aquellos espacios residuales acabasen convertidos en improvisados aparcamientos de vehículos era sólo cuestión de tiempo.
Las viviendas de Catarroja respondían al llamado tipo social que el INV instituyó en el año 1954 y se componían por ley de tres dormitorios, cocina-comedor-estancia y cuarto de aseo, todo ello encapsulado en una superficie máxima de 42 metros cuadrados útiles. El ingenio del arquitecto permitió disponer además de un mínimo tendedero asociado a una cocina independiente, cuyo volumen emergente ritma verticalmente el frente sur de los bloques en correspondencia con las cajas de escalera de la fachada norte. Es por ello que sorprende descubrir, ya en algunas fotografías de época, que de las inexpresivas fachadas de estos bloques penden indolentes las ropas de sus humildes habitantes; la vida cotidiana, tantas veces más espontánea e imprevisible que la ingenua funcionalidad de las plantas de arquitectura, irrumpe en la imagen idealmente pura de las piezas construidas, que, pese a haber reconquistado los estilemas de una modernidad perdida décadas atrás, han de medirse ahora con la visibilidad inesperada de los trabajos domésticos. No cabe gesto más subversivo, bien que involuntario, frente al patriarcado imperante en la vida y el espacio públicos que esta inocente manifestación de una cultura de los cuidados entonces todavía recluida, como la mujer misma, en el interior de la casa[5].
¿Podremos olvidar algún día aquella dolorosa consigna?: “Amamos a la mujer que nos espera pasiva, dulce, detrás de una cortina, junto a sus labores y sus rezos”[6]. Los interiores de las casas de la época y, particularmente, las promovidas en Valencia para los damnificados de la riada revestían de novedad —los ensayos de mobiliario reproducían ya algunas influencias escandinavas y norteamericanas— la concepción tradicional de la cama consagrada al matrimonio, las habitaciones separadas para los niños y las niñas o la cocina autónoma, que denotaban aún un profundo conservadurismo. Ni siquiera el equipamiento de estas cocinas respondía en modo alguno a la incipiente mecanización de la que se hacían eco algunas publicaciones divulgativas de la época[7]. Qué duda cabe de que la evolución de la mujer como sujeto político en la sociedad española durante las siguientes décadas tendría su correlato espacial en la radical transformación de la posición de la cocina dentro de la casa: de integrar un dispositivo más de reclusión y aislamiento femenino, pasará poco a poco a neutralizarse e incorporarse espacialmente como la pieza nuclear sobre la que basculan los cuidados compartidos en el hogar[8].Quizá por todo ello no sea posible contemplar la fotografía de la mujer sin una cierta impresión de extrañeza, cuando no de impostura. Hay, tanto en su presencia como en la aparición inopinada de los bloques, algo de impropio, como impostado, que no acaba de pertenecer al tiempo y al espacio de la fotografía y que pudiera simbolizar un punto de no retorno, el síntoma de un viraje cultural. Como testigos de esta singular instantánea, reconstruimos la atalaya desde la que la mujer vislumbrara, a su vez, la esperanza de un futuro posible: acaso nuestro propio presente, desde el que —no sin pudor— le sostenemos retrospectivamente la mirada. La verdad inquietante de esta imagen consiste precisamente en ese haber sido, en el dilema entre realidad y pasado que nos conmueve y en el que Roland Barthes cifrara la esencia misma de la fotografía[9]. La mirada de la mujer nos interpela a través del tiempo —podría tratarse de cualquiera de nuestras madres o abuelas—, y tal vez sea injusto salir hoy a su encuentro sin un mínimo atisbo de afecto.
[1] Usos amorosos de la postguerra española. Barcelona: Anagrama, 1987, págs. 26, 88.
[2] Instituto Nacional de la Vivienda: Reglamento para la ejecución de la Ley de 19 de abril de 1939 de Viviendas Protegidas y Normas y Ordenanzas oficiales para su construcción, Madrid: Instituto Nacional de la Vivienda, 1939, págs. 62-3.
[3] Castellanos Gómez, Raúl: “Panorama y perspectiva de la Obra Sindical del Hogar en Valencia”, en: La Obra Sindical del Hogar en España, eds. Carlos Sambricio y Ricardo Sánchez Lampreave. Madrid: Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, pendiente de publicación.
[4] Apuntes para una sociología del barrio. Barcelona: Península, 1972, pág. 18.
[5] Al respecto de los espacios para la colada en las viviendas de la postguerra española, véase: Marqués Orero, Pablo: “Los espacios domésticos del lavado y el tendido de la ropa durante la posguerra y el éxodo rural español” (Trabajo Final de Grado, Universitat Politècnica de València, 2021).
[6] Martín Gaite, Usos amorosos, pág. 71-72.
[7] Villegas, Susana: La mecanización del hogar. Madrid: Giner, 1958.
[8] Sobre el papel de la cocina como dispositivo político en las viviendas sociales del Franquismo, véase: Badía Martínez, Santiago: “Ciudad de grupos: análisis de los grupos de vivienda social en Puerto de Sagunto, 1946-1966” (Trabajo Final de Grado, Universitat Politècnica de València, 2020).
[9] La cámara lúcida: nota sobre la fotografía. Barcelona-Buenos Aires-México: Paidós, 2011, pág. 91.
“Tú, calladita, recogida, sensata y buena / Tu, callaeta, recollida, assenyada i bona”, in Falles en femení (Sagunt: AC Falla La Palmereta, 2023), 117-119.
